sábado, 16 de marzo de 2013

La captura de Jesús.


De la medianoche a la una de la mañana

La captura de Jesús.

La traición de Judas
¡Oh Jesús mío!, es ya medianoche y sientes que tus enemigos se aproximan; y tú, limpiándote la sangre y reanimado por los consuelos recibidos, vas de nuevo en busca de tus discípulos, los llamas, los reprendes y te los llevas contigo; sales al encuentro de tus enemigos, queriendo reparar con tu prontitud, mi lentitud, mi malagana y mi pereza en el obrar y en el sufrir por amor a ti.
Mas, ¡oh Jesús mío!, ¡qué escena tan conmovedora veo! Al primero que encuentras es al pérfido Judas, que acercándose a ti y echándote los brazos al cuello, te saluda y te besa; y tú, Amor sin confines, no desdeñas el beso de esos labios infernales; es más, lo abrazas y te lo estrechas al Corazón, dándole muestras de renovado amor, queriendo arrancárselo al infierno.
Jesús mío, ¿cómo puede ser posible no amarte? La ternura de tu amor es tanta, que todo corazón debería sentirse obligado a amarte, mas sin embargo no eres amado. Pero, ¡oh Jesús mío!, mientras que en este beso de Judas tú reparas por todas las traiciones, los fingimientos, los engaños bajo aspecto de amistad y de santidad, sobre todo en los sacerdotes, con tu beso además confirmabas que jamás le habrías rehusado el perdón a ningún pecador, con tal de que humillado volviera a ti.
Tiernísimo Jesús mío, ya que te entregas a merced de tus enemigos, dándoles la potestad de hacerte sufrir todo lo que quieran, yo también me entrego en tus manos, para que con toda libertad puedas hacer de mí lo que más te plazca; y junto contigo quiero seguir tu Voluntad, tus reparaciones, quiero sufrir tus penas, quiero estar siempre cerca de ti, para que no haya ofensa por la que yo no te ofrezca una reparación; amargura que no endulce, salivazos y bofetadas que no vayan seguidas por un beso y una caricia mías; cuando caigas, mis manos estarán siempre dispuestas para ayudarte a que te levantes. Quiero estar siempre contigo, oh Jesús mío, y ni siquiera por un instante quiero dejarte solo; y para estar más seguro, introdúceme dentro de ti, y así yo me encontraré en tu mente, en tus miradas, en tu Corazón y en todo tu ser, para que todo lo que tú hagas pueda hacerlo también yo; de este modo podré hacerte fiel compañía y no pasar por alto ninguna de tus penas, para que seas correspondido por todo con mi amor. Dulce Bien mío, yo estaré a tu lado para defenderte, para aprender tus enseñanzas y para enumerar una por una todas tus palabras...
¡Ah!, con qué dulzura penetra en mi corazón esa palabra que le dirigiste a Judas:
« Amico, ad quid venisti? ».[1]
Y me parece que también a mí me diriges esas mismas palabras, pero no llamándome amigo, sino con el dulce nombre de hijo, [diciéndome]: « ¿Ad quid venisti? »; para que así tu puedas escuchar mi respuesta: « Jesús, he venido para amarte ».
« ¿A qué has venido? ». Me preguntas cuando hago oración. « ¿A qué has venido? ». Me lo vuelves a preguntar desde la Eucaristía o cuando trabajo, cuando estoy cómodo o sufriendo, o cuando estoy durmiendo... ¡Qué modo tan bello de llamarnos la atención a todos!
Pero cuántos, cuando les preguntas « ¿A qué has venido? », te responden: « ¡Vengo a ofenderte! ». Otros, fingiendo que no te oyen, se entregan a toda clase de pecados y cuando les preguntas « ¿A qué has venido? », responden yéndose al infierno... ¡Cuánto te compadezco, oh Jesús! Quisiera tomar esas mismas sogas con las que tus enemigos te van a atar, para atar a estas almas y evitarte este dolor.
Y mientras sales al encuentro de tus enemigos, oigo de nuevo tu voz llena de ternura que les dice:
« ¿A quién buscan? ».
Y ellos responden: « A Jesús Nazareno ».
Y tú les dices: « Ego Sum »[2] .
Con esta sola palabra tú dices todo y te das a conocer por lo que eres, tanto que tus enemigos caen por tierra como si estuvieran muertos. Y tú, Amor sin par, diciendo de nuevo « Ego Sum », los llamas a vida y te entregas tú mismo en manos de tus enemigos.

Jesús es atado y encadenado
Ellos, pérfidos e ingratos, en vez de humillarse y de echarse a tus pies para pedirte perdón, abusando de tu bondad y despreciando gracias y prodigios, te ponen las manos encima y con sogas y cadenas te atan, te inmovilizan, te tiran al suelo, te pisotean, te jalan de los cabellos y tú, con paciencia inaudita, callas, sufres y reparas las ofensas de los que, a pesar de los milagros no se rinden, sino que cada vez se vuelven más obstinados. Con tus sogas y tus cadenas suplicas que se rompan las cadenas de nuestras culpas y nos atas con la dulce cadena de tu amor.
Y a Pedro, que quiere defenderte y llega hasta cortarle una oreja a Malco, lo corriges amorosamente; de este modo quieres reparar las obras buenas que no son hechas con santa prudencia y por quienes a causa de su excesivo celo caen en la culpa.
Pacientísimo Jesús mío, estas cuerdas y estas cadenas parecen añadirle algo aún más hermoso a tu divina persona. Tu frente se llena de majestad como nunca, tanto que atrae la atención de tus mismos enemigos; tus ojos resplandecen de más luz; tu divino rostro manifiesta una paz y una dulzura suprema, capaz de enamorar a tus mismos verdugos; con el tono de tu voz suave y penetrante, aunque sólo con pocas palabras, los haces temblar, tanto que si tienen la osadía de ofenderte es porque tú mismo se los permites.
¡Oh Amor encadenado y atado!, ¿es que vas a permitir que estando tú atado por mí para darme pruebas aún más grandes de tu amor, yo, que soy tu pequeño hijo, me voy a quedar sin cadenas? ¡No, no! Átame con tus mismas santísimas manos, con tus mismas sogas y tus mismas cadenas. Por eso, te suplico que mientras beso tu frente divina, ates todos mis pensamientos, mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón, mis afectos y todo mi ser, y también que juntamente ates a todas las criaturas, para que sintiendo las dulzuras de tus amorosas cadenas, jamás vuelvan a tener la osadía de ofenderte.
¡Oh, dulce Bien mío!, ya es la una de la madrugada y mi mente está cargada de sueño; voy a poner todo lo que está de mi parte para mantenerme despierto, pero si el sueño me sorprende, me quedo en ti para seguirte en todo lo que haces, es más, tú mismo lo harás por mí; así que, ¡oh Jesús mío!, pongo mis pensamientos en ti para defenderte de tus enemigos, mi respiración para hacerte compañía, los latidos de mi corazón para que en todo momento te digan que te amo y para amarte por quienes no te aman, las gotas de mi sangre para repararte y restituirte todo el honor y la estima que te quitarán con los insultos, los salivazos y las bofetadas que recibirás.
¡Ah, Jesús mío!, dame un beso, abrázame y bendíceme, y si tú quieres que duerma, haz que duerma en tu Corazón adorable, para que tus latidos acelerados por el amor y por el sufrimiento me despierten frecuentemente y así no se interrumpa jamás nuestra compañía; de modo que quedamos en este acuerdo, oh Jesús.

Reflexiones y prácticas.
Jesús se entregó con prontitud en manos de sus enemigos viendo en ellos la Voluntad de su Padre.
Cuando las criaturas nos engañan o nos traicionan, ¿las llegamos a perdonar prontamente como lo hizo Jesús? ¿Recibimos de las manos de Dios todo el mal que nos viene por medio de las criaturas? ¿Estamos dispuestos a hacer todo lo que Jesús nos pida? Cuando cargamos nuestras cruces, cuando nos maltratan, ¿podemos decir que nuestra paciencia es como la de Jesús?
« Encadenado Jesús mío, que tus cadenas encadenen mi corazón, para que lo tengan quieto, de modo que pueda estar dispuesto a sufrir todo lo que tú quieras ».

No hay comentarios:

Publicar un comentario