De las 3 a las 4 de la tardeJesús, muerto, es traspasado por la lanza. El descendimiento de la Cruz |
¡Oh Jesús mío!, ya estás muerto. Y yo, estando en tu Corazón, empiezo a gozar ya de los copiosos frutos de la redención.
Los más incrédulos, reverentes, se doblegan ante ti golpeándose el pecho; lo que no hicieron ante tu cuerpo viviente, lo hacen ahora ante tu cuerpo ya inerte. La naturaleza se estremece, el sol se eclipsa, la tierra tiembla, los elementos se conmueven y parece como si tomaran parte en tu dolorosísima muerte. Los ángeles, sobrecogidos de admiración y de amor, descienden del cielo a millares, te adoran y te rinden homenaje reconociéndote y confesándote verdadero Dios nuestro. ¡Oh Jesús mío!, también yo uno mis adoraciones a las suyas y te ofrezco mi gratitud y todo el amor de mi pobre corazón.
Pero veo que tu amor todavía no está contento, y para darnos una señal más cierta de tu amor, permites que un soldado se acerque a ti y que con una lanza te atraviese el Corazón haciéndote derramar las últimas gotas de sangre y agua que todavía quedaban en él.
¡Oh Jesús mío!, ¿no pudieras permitir que esta lanza hiriera también mi corazón? ¡Oh, sí! ¡Que esta lanza sea la que hiera mis deseos, mis pensamientos, los latidos de mi corazón y mi voluntad, y que me dé tu Voluntad, tus pensamientos y toda tu vida de amor y de inmolación!
¡Oh Corazón de mi Jesús herido por esta lanza!, ¡ah!, prepara un baño, un refugio para todas las almas, para todos los corazones, un descanso para todos los atribulados. De esta herida es de donde das a la luz a tu amada esposa, la Iglesia; de ahí es de donde haces salir los sacramentos y la vida de las almas; y yo, junto con tu Madre Santísima, cruelmente herida en su Corazón, quiero reparar por todas las ofensas, los abusos y las profanaciones que se le hacen a tu Santa Iglesia; y por los méritos de esta herida y de tu Santísima Madre y dulcísima Madre nuestra, te suplico que nos encierres a todos en tu amantísimo Corazón y que protejas, defiendas e ilumines a quienes rigen la Iglesia.
¡Oh Jesús mío!, después de tu desgarradora y dolorosísima muerte, yo ya no debería tener vida propia, pero en tu Corazón herido hallaré mi vida; de manera que cualquier cosa que esté a punto de hacer, la tomaré siempre de tu Corazón Divino. No volveré a darle vida a mis pensamientos, mas si quisieran vida, tomaré tus pensamientos. Mi voluntad no volverá a tener vida, mas si vida quisiera, tomaré la de tu Santísima Voluntad. Mi amor no volverá a tener vida, mas si quisiera amar, tomaré vida de tu amor. ¡Oh Jesús mío!, toda tu Voluntad es mía, ésta es tu Voluntad y esto es lo que yo quiero.
Jesús mío, nos has dado la última prueba de tu amor: tu Corazón traspasado. Ya no te queda nada más que hacer por nosotros y ahora ya se están preparando para bajarte de la cruz; y yo, después de haber depositado todo mi ser en ti, salgo fuera y con tus amados discípulos quiero quitar los clavos de tus sacratísimos pies y de tus sagradas manos, y mientras yo te desclavo tú clávame totalmente a ti.
Jesús mío, apenas te bajan de la cruz, la primera en recibirte en su regazo es tu Madre Dolorosa y tu cabeza traspasada reposa dulcemente en sus brazos.
¡Oh dulce Madre!, no desdeñes mi compañía y haz que también yo, junto contigo, pueda prestarle los últimos servicios a mi amado Jesús. Dulcísima Madre mía, es cierto que tú me superas en amor y en delicadeza al tocar a mi Jesús, pero yo trataré de imitarte del mejor modo posible, para complacer en todo a mi adorado Jesús.
Por eso, junto con tus manos pongo las mías y le extraigo todas las espinas que rodean su cabeza adorada, con la intención de unir a tus profundas adoraciones las mías.
Celestial Madre mía, ya tus manos llegan a los ojos de mi Jesús y se disponen a quitar la sangre coagulada de esos ojos que un día daban luz a todo el mundo y que ahora están oscurecidos y apagados. ¡Oh Madre!, me uno a ti; besémoslos juntos y adorémoslos profundamente.
Veo los oídos de Jesús llenos de sangre, lacerados totalmente por las bofetadas y las espinas; ¡oh Madre!, hagamos que nuestras adoraciones penetren en esos oídos que ya no oyen y que han sufrido tanto llamando a tantas almas obstinadas y sordas a las voces de la gracia.
¡Oh dulce Madre mía!, veo que estás empapada en lágrimas y llena de dolor al mirar el rostro adorable de Jesús; uno mi dolor al tuyo y juntos limpiémosle el fango y los salivazos que lo han deformado tanto; adoremos su rostro lleno de Majestad Divina que enamoraba cielos y tierra, y que ahora ya no da ninguna señal de vida.
Besemos juntos su boca, dulce Madre mía, esa boca divina que con la suavidad de su palabra ha atraído a tantas almas a su Corazón. ¡Oh Madre!, quiero besar con tu misma boca esos labios lívidos y ensangrentados y adorarlos profundamente.
¡Oh dulce Madre mía!, junto contigo quiero besar una y otra vez el cuerpo adorable de mi Jesús, hecho todo una llaga; pongo mis manos junto a las tuyas para unir esos pedazos de carne que cuelgan de él y adorarlo profundamente junto contigo.
Besemos, ¡oh Madre!, esas manos creadoras que han obrado en nosotros tantos prodigios, esas manos taladradas y desfiguradas, ya frías y con la rigidez de la muerte.
¡Oh dulce Madre!, encerremos en estas sacrosantas heridas a toda clase de almas. Cuando Jesús resucite las hallará en sí mismo depositadas por ti y así no se perderá ninguna. ¡Oh Madre!, adoremos juntos estas profundas heridas, en nombre de todos y junto con todos.
Celestial Madre mía, veo que te acercas a besar los pies del pobre Jesús. ¡Qué desgarradoras heridas! Los clavos se han llevado parte de la carne y de la piel y el peso de su sacratísimo cuerpo los ha abierto horriblemente. Besémoslos juntos, adorémoslos profundamente y encerremos en estas heridas los pasos de todos los pecadores, para que cuando caminen sientan los pasos de Jesús que los sigue de cerca y así ya no se atrevan a seguir ofendiéndolo.
¡Oh dulce Madre!, veo que tu mirada se detiene en el Corazón de tu adorado Jesús. ¿Qué es lo que haremos en este Corazón? Tú me lo mostrarás, ¡oh Madre!, y me sepultarás en él, lo cerrarás con la piedra, lo sellarás y aquí adentro, depositando en él mi corazón y mi vida, me quedaré escondido para toda la eternidad. ¡Oh Madre, dame tu amor para que ame a Jesús y dame tu dolor para interceder por todos y reparar cualquier ofensa a su Corazón Divino!
Acuérdate, ¡oh Madre!, que al sepultar a Jesús quiero que con tus mismas manos me sepultes también a mí, para que después de haber sido sepultado con Jesús, pueda resucitar con él y con todo lo que es suyo.
Y ahora, una palabra a ti, ¡oh dulce Madre mía!: ¡Cuánto te compadezco! Con toda la efusión de mi pobre corazón quiero reunir todos los latidos de los corazones de las criaturas, todos sus deseos y todas sus vidas y postrarlas ante ti, en el acto más ferviente de compasión y de amor por ti. Te compadezco por el extremo dolor que has sufrido al ver a Jesús muerto, coronado de espinas, destrozado por los azotes y por los clavos; por el dolor de ver esos ojos que ya no te miran, esos oídos que ya no escuchan tu voz, esa boca que ya no te habla, esas manos que ya no te abrazan, esos pies que nunca te dejaban y que hasta desde lejos seguían tus pasos. Quiero ofrecerte el Corazón mismo de Jesús rebosante de amor, para compadecerte como mereces y para darle un consuelo a tus amarguísimos dolores.
Reflexiones y prácticas.
Jesús, después de su muerte, por amor a nosotros, quiso ser traspasado por la lanza; y nosotros, ¿dejamos que el amor de Jesús nos traspase en todo o más bien nos dejamos traspasar por el amor de las criaturas, por los placeres y por el apego a nosotros mismos? También las frialdades, las oscuridades y las mortificaciones internas y externas son algunos modos en los que Dios hiere al alma; y si no las recibimos de las manos de Dios nos herimos nosotros mismos y nuestras debilidades acrecientan nuestras pasiones, la debilidad misma, la propia estima y, en una palabra, el mal. En cambio, si las recibimos de las manos de Jesús, en estas heridas él pondrá su amor, sus virtudes, su semejanza y éstas harán que merezcamos sus besos, sus caricias y todos los estratagemas de su divino amor. Estas heridas serán voces que continuamente lo llamen y lo obliguen a habitar en nosotros constantemente.
« ¡Oh Jesús mío!, que tu lanza sea la que me cuide de cualquier herida que pueda recibir de parte de las criaturas ».
Jesús hace que lo bajen de la cruz y que lo pongan en los brazos de su Madre Santísima; y nosotros, ¿ponemos en las manos de nuestra dulce Madre todos nuestros temores, nuestras dudas y nuestras ansias? Jesús reposó en el regazo de su divina Madre, y nosotros, ¿hacemos reposar a Jesús alejando de nosotros mismos todo temor y agitación?
« Celestial Madre mía, con tus manos maternas quita de mi corazón todo lo que pueda impedir que Jesús repose en mí ».
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