lunes, 3 de marzo de 2014

JOHN RICK MILLER - Conferencias 11 y 20 de Febrero del 2014




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“HECHOS A SU IMAGEN Y SEMEJANZA”

Se nos dice que somos hechos a imagen y semejanza de Dios, pero ¿qué significa eso? Puesto de forma muy sencilla, es el AMOR. Es ese Amor el que nos dio al Cristo, el que nos dio la vida y la oportunidad de ser UNO con el Padre.
San Cipriano dice: “El hombre nuevo, regenerado y restituido a su Dios por la gracia dice en primer lugar: ¨ Padre¨, porque ya ha empezado a ser hijo”. Pero debemos estar seguros de una cosa, que sólo somos hijos adoptivos a través de nuestro bautismo; que por el sacrificio de Cristo hemos sido redimidos por el Padre por medio del Hijo.
Mientras que Nuestro Señor Jesucristo es el Único Hijo Engendrado del Padre,  nosotros somos los hijos comunes del Padre. Sin embargo, el corazón que exclama: ‘Padre Nuestro’…reclama el derecho de ser un hijo creado de Dios. Porque es ese corazón que busca entender el significado del  Padre,  que se convierte en el Hijo.
Debemos ser conscientes del don de nuestro Bautismo. Ese don gratuito de adopción que suscita en cada uno de nosotros la constante necesidad y el deseo esperanzado de conversión. De consagrar nuestras vidas para tener un cambio en la forma en que las enfocamos como un don de Dios. Un don que debe ser apreciado y comprendido. Todo don lleva consigo una responsabilidad no sólo de entenderlo, sino de usar ese don para lo que está destinado y también la obligación de rendir cuentas por la manera en que lo usamos.  Es nuestra responsabilidad el entender nuestra vidas y después, como resultado, ir en busca del amor de Dios, nuestro Creador, nuestro Padre.
En esta Misión “Por el Amor de Dios en Todo el Mundo”, el primer paso que tomamos hacia este entendimiento es que la mayoría de nosotros necesitamos cambiar la forma en la que conducimos nuestra vida diaria. Esta es la primera de cuatro Piedras Angulares de la Misión. Es la Consagración Inicial a los Sagrados Corazones de Jesús y de María. Nos ayuda a entender nuestra decisión, que es el llevar nuestra vida diaria a un propósito más elevado, con un sentido más profundo, y nos proporciona su guía, protección y ayuda. Comenzamos a sentir la presencia del Amor de Dios, nuestro Padre, trabajando en nosotros para convertirnos en ese verdadero hijo o hija de Dios, en el momento que tenemos un deseo sincero en nuestros corazones de querer cambiar, de acercarnos más a Dios. Debemos ahora ir en busca de las respuestas a nuestras vidas como  hijos de Dios.
Por nuestra creación, hemos heredado la Imagen de Dios dentro de nosotros; pero nosotros no hicimos nada para merecerlo. Es por la gracia que somos restaurados a Su Semejanza. Sin embargo, es precisamente en este momento donde cada uno de nosotros debemos corresponder a esta gracia.
¿Cómo podemos intentar comunicarnos con nuestro Padre? ¿Cómo podemos intentar tener una relación diaria con nuestro Padre, a menos que comencemos a actuar, funcionar y a conducirnos diariamente como sus hijos? Es una cosa que nos digan que somos hechos a Su Imagen y Semejanza y otra muy distinta el ser ese hijo de Dios en todas las cosas y no un hijo de las cosas de este mundo. No un hijo tibio o un hijo que tambalea entre dos mundos todos los días, sin jamás declarar de una vez por todas quien es, siempre sirviendo a dos amos.
La Semejanza con el Padre es el Amor y la Bondad y Compasión. Si no exhibimos estas cualidades en nosotros mismos, entonces ¿cómo podemos ser verdaderamente hijos o hijas de Dios? Si no tenemos compasión, espíritu generoso, y bondad, entonces nos volvemos personas insensibles, viciosas y duras. De hecho dejamos de ser “como Cristo”, ya no tenemos los rasgos de la Semejanza con el Padre, nosotros en esencia, detenemos nuestra herencia.
Para poder entendernos a nosotros mismos, debemos primero entender nuestra relación con Dios para poder entender quiénes somos. El primer paso es abordar nuestra responsabilidad de entender nuestra vida. Es aquí donde la tercera Persona de Dios interviene.
Cuando buscamos aquellas cosas de la vida, aquellas penetrantes y profundas preguntas como: ¿Quién soy? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Cuál es el sentido de mi vida? Inevitablemente nos encontramos con aquello que no podemos explicar con facilidad. Es más bien un sentimiento. Un sentimiento en el que sentimos una conexión con algo que sabemos es más grande que nosotros mismos pero algo a la vez que nos lleva a la realidad de otra naturaleza fuera de la física, una que los griegos llamaron Metanoia: un Despertar Espiritual. Es en este momento que se nos presenta el Espíritu Santo de tal forma que aunque aún no podemos comprender, queremos más. Queremos conocer ese sentimiento único que acaba de surgir en nosotros, esa conexión que estamos sintiendo. A medida que pedimos, a medida que tocamos, nos comenzamos a dar cuenta que es nuestro Padre quien está esperando a su hijo o hija para darle todo, a cada uno de nosotros que pueda decir: ‘Padre’. No tanto con la mente sino con el corazón; entonces comienza el don de la conversión, poco a poco, un día a la vez. Es importante entender la importancia de que sea un día a la vez, pues cada día es una eternidad en sí mismo. Lo que nosotros hacemos cada día, afecta esa eternidad.
El mundo en estos tiempos está gobernado por leyes que ya no son de Dios en la mayoría de los lugares del mundo, sino que son leyes de los hombres modernizadas para el mundo de hoy. Estamos siendo entrenados para aceptar esta falsedad en nuestra vida cotidiana.
Más y más personas se ven atrapadas en esta estampida que nos está empujando a todos nosotros al borde de un precipicio, hacia un mundo que está abandonando su propia naturaleza. Un mundo que ha perdido su don del sentido común. Un mundo que aunque ya no confía, y en la mayoría de los casos ya no le importa nada, pero sin embargo, sí escucha a esas fuerzas en el mundo que están moldeando a todos nosotros, especialmente a nuestros hijos; esas fuerzas de la tecnología y de los medios de comunicación y la mayoría de los elementos de esas fuerzas no son de Dios. A menos que comencemos a alejarnos de esta estampida que está llevando a la mayor parte de la humanidad al borde de un abismo, perderemos el Reino de Dios.
En un mundo donde los humildes, mansos, puros de espíritu y amables son despreciados, ridiculizados y utilizados, son justamente esas cualidades las que nos separan de aquellos que son del mundo y son esas cualidades las que nos permitirán ver a Dios. Esas cualidades que nos enseñan ser la Imagen y Semejanza de Dios hecho Hombre.
Como explicó nuestro Señor Jesucristo en las Bienaventuranzas:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados los afligidos, porque serán consolados.
Bienaventurados los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Bienaventurados los limpios de corazón,  porque verán a Dios.
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Bienaventurados los que son perseguidos por practicar la justicia,  porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Bienaventurados serán ustedes cuando los injurien y los persigan, y digan contra ustedes toda clase de calumnias por causa mía. Alégrense y regocíjense, porque será grande su recompensa en el Cielo…” (Mt 5, 3-12)
Estas son las formas y el carácter de un hijo de Dios haciendo su mejor esfuerzo cada día para vivir y ser un ejemplo de una buena vida cristiana. Una vida que está en el camino hacia lograr esa unidad con Dios, como su hijo, por toda la eternidad.
A medida que comenzamos a entender la necesidad profunda de Dios en nuestra vida diaria, comenzamos a buscar más profundamente Su amor. Cuando comenzamos a sentir Su presencia dentro de nosotros, cuando decimos ‘Padre nuestro’, tan sólo con este nombre, cuando se dice con el corazón, de pronto, se agita el amor dentro de nosotros. Es en este punto que nos comenzamos a dar cuenta que si estamos sintiendo esta presencia abrumadora dentro de nosotros mismos, entonces también es verdad que nuestras oraciones están siendo escuchadas.
De pronto, esta relación entre un Padre y su hijo cobra vida y a medida que esta relación se va construyendo diariamente, se nos recuerda que ya se nos había concedido el don de ser sus hijos, así que cómo dice San Agustín: ‘Qué no le daría a un hijo suyo que se lo pida.’
El desarrollar esta filiación con Dios abre todas las puertas y comenzamos no solamente a entender nuestras vidas con una perspectiva más clara, sino que comenzamos a entender también el don de nuestro Hermano, nuestro Redentor, Nuestro Señor Jesucristo; porque es Jesús quien es la nueva y eterna alianza que nos ha convertido en el pueblo de Dios, y tenemos a nuestro Dios, que es nuestro Padre.
Se nos dice que debemos responder a esta gracia y verdad con amor y fidelidad. Cuando nosotros decimos ‘Padre nuestro’, es con una esperanza que se nos dio en el libro del Apocalipsis, que dice al vencedor: “Yo seré su Dios y él será mi hijo”(Ap. 21,7). Ya que no hay nadie más grande que Dios, tú, en virtud de tu elección de vivir como Su verdadera Imagen y Semejanza, eres Su hijo.
Así que sólo podemos decir que somos hechos a Su Imagen y Semejanza si en efecto vivimos nuestra vida diaria como verdaderos hijos de Dios, vivos con el entendimiento de quiénes somos, porque hemos buscado este derecho, y encontrado en el camino, la Verdad, la Luz y la Esperanza. Hemos aprendido a ser como Cristo en nuestra vida diaria, y hemos aprendido esas cualidades de Cristo que nos separan de los caminos del mundo.
Para aquellos que han encontrado a Dios y se dan cuenta y lo llaman…Padre…lo hacen a través de la fe en Su Hijo, y renacen de Él por el agua y el Espíritu. Así como Jesús es el primogénito de entre muchos hermanos, nosotros entonces como esos hermanos, somos Uno con el Padre. Somos en efecto sus hijos, sus hijas, lo que nos lleva al entendimiento final de que cada uno de nosotros que pensamos de esta manera, estamos en comunión con nuestro Señor Jesús y por ende con el Padre.
El ser capaces de amarnos los unos a los otros es la última pieza del rompecabezas que es nuestra vida. Esas piezas que una vez colocadas en su lugar, en la forma en que estaban destinadas a estar, encajan perfectamente y conforman una obra de Dios: Sus hijos hechos a Su Imagen  y Semejanza quienes a través de su libre voluntad quieren más a su Padre que a las cosas temporales de este mundo… Ojalá ese seas tú.
Pero en estos tiempos demasiados dicen: “Yo no puedo ser como Cristo. No puedo vivir en este mundo y a la vez obedecer todo lo que la Iglesia enseña, porque si lo hago no tendré ningún tipo de vida o amigos o las cosas de este mundo y sus caminos. No voy a encajar. Yo quiero las cosas que el mundo tiene que ofrecer y no quiero renunciar a ellas.  Quiero hacer lo que quiera, cuando quiera hacerlo, sin importar lo que sea ni con quien sea. Tengo el derecho, la libertad, de elegir lo que quiero hacer”.
Sin embargo, la libertad ciega y absoluta sin dirección, tiene una sombra que espera poderosamente en la oscuridad. Como un fuerte imán nos jala hacia la rebelión en contra de todo lo que tiene que ver con la fe y con nuestra verdadera identidad. Este es el pensar de muchas, muchas personas en estos tiempos a medida que nos alejamos cada vez más de la Verdad, hasta que ya no podemos discernir lo que está bien y lo que está mal. A menos que podamos comprender el propósito del don de nuestra libre voluntad como ese regalo del Padre de toda la humanidad a Su hijo, entonces esa voluntad nuestra, sin restricciones, se convierte en una fuerza dentro de nosotros que puede fácilmente ser engañada y utilizada por el enemigo de Dios.
Lo que estoy a punto de decir es por supuesto parafraseando, pero básicamente recapitula a muchas personas en estos tiempos a medida que estamos universalmente abandonando la fe y la familia y unos a otros como consecuencia de este tipo de pensamiento. Pero ya que la presencia de Dios está escrita en cada corazón, no nos queremos sentir culpables por la forma en que conducimos nuestras vidas, ni tampoco, de acuerdo a lo que el mundo nos está enseñando, queremos responderle a nadie, así que es más fácil simplemente decir: ¨Bueno, si no hay Dios, entonces no tengo porqué sentirme culpable; si no hay Dios, entonces no hay fe ante la cual yo sea responsable y puedo hacer lo que me plazca; puedo actuar de la forma que yo quiera. Si no existe Dios, entonces no tengo que conformarme y vivir mi vida de acuerdo a los Mandamientos de Dios. En esencia, me vuelvo “como Dios” y sin comprenderlo con claridad, comienzo a adorar ciegamente a más falsos dioses que nunca antes en la historia de la humanidad.
Como resultado, estamos viviendo en un mundo que ha virtualmente abandonado el primer mandamiento del Decálogo, las Diez Palabras de Dios y al hacer esto, se ha arrojado a sí mismo de par en par a los pecados más graves.
Tristemente, muchas personas de hoy están en este camino de perdición. Hemos dejado de hablar y de pensar en Dios; hemos dejado de actuar como hijos de Dios y estamos adoptando los modos de los rebeldes. Hemos dejado de enseñar a nuestros hijos el bien del mal y acerca de Dios, sin ningún pensamiento ni cuidado de las consecuencias.
No entendemos inclusive los principios básicos de la vida en Dios que son los Diez Mandamientos, porque ya no sabemos qué son los Mandamientos de Dios. Los hemos abandonado como algo del pasado que ya no tiene ninguna incidencia en nuestra era de una inteligencia elevada comparada con los ignorantes de aquella época que necesitaban ser controlados por estas antiguas y arcaicas leyes; y si alguno de nosotros está consciente de ellos en estos tiempos, obedecemos Mandamientos de “supermercado” donde escogemos éste pero dejamos aquél en el estante.
Como dijo San Buenaventura: “En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad.¨
Se me viene a la memoria la escena de la película de los Diez Mandamientos donde Moisés está parado en la cima del Monte Horeb, en lo que hoy es la parte egipcia del desierto del Sinaí.  Al pie de esta montaña estaba reunida una gran multitud de personas que cubrían este gran valle: 600,000 hombres con sus familias y ganado. Alrededor de tres millones y medio de personas en total. La tierra había estado temblando durante días, con truenos y relámpagos saliendo de esta gran nube que se había formado sobre la cima del Monte Horeb, significando la presencia de Dios.  Entonces, mientras Moisés miraba, vio la espalda de Dios pasar por donde él y Dios comenzó a hablar a Su siervo, instruyéndolo por largos periodos de tiempo. Luego, cuando fue tiempo, el dedo de Dios apareció y excavó de la roca Dos Tablas de piedra y sobre esa piedra Dios escribió esas sendas sencillas en las que tenemos que conducir nuestras vidas como hijos de Dios. Aún puedo escuchar la voz y el efecto de sonido que se usaron en la película para representar la Voz de Dios, y cómo se fue grabando la Ley, Mandamiento por Mandamiento:

I.              Yo soy el Señor tu Dios y no tendrás otros dioses delante de Mí.
II.            No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano.
III.          Recuerda santificar el día del Señor.
IV.           Honra a tu padre y a tu madre.
V.             No matarás.
VI.           No cometerás adulterio.
VII.         No robarás.
VIII.       No darás falso testimonio contra tu prójimo.
IX.          No codiciarás la mujer de tu prójimo.
X.            No codiciarás los bienes de tu prójimo.

¿Por qué Dios eligió dos tablas de piedra en lugar de una? Era muy fácil escribir los Diez Mandamientos en tan sólo una tabla, así que ¿por qué Dios los puso en dos? La respuesta es muy sencilla a medida que avanzamos aproximadamente 1,400 años después al tiempo de la Vida Pública de Cristo. Cuando a Jesús se le preguntó, ‘¿Cuál mandamiento de la Ley es el más importante?’ Jesús  se regresa a ese momento en el Monte Horeb para dar su respuesta a medida que contesta al hombre que le había preguntado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el Primero y el más importante.  El Segundo es semejante a este: Amarás al prójimo como a ti mismo”.
De pronto vemos que son los Diez Mandamientos a los que se está refiriendo Jesús, porque en la Primera Tabla de piedra están escritos solamente los Primeros Tres Mandamientos y en la Segunda Tabla están los últimos Siete. La Primera Tabla nos enseña cómo amar a Dios y la Segunda nos enseña como amarnos los unos a los otros.
En Mateo 19, versos del 16 al 17, leemos lo que nuestro Señor responde cuando se le pregunta: “¿Qué debo hacer de bueno para obtener la vida eterna?”. Él responde, “si quieres entrar en la vida, observa los Mandamientos”.
Desde el principio, Dios había implantado en el corazón del hombre los preceptos de la Ley Natural, y luego se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo, los Diez Mandamientos.
Los Diez Mandamientos son las obligaciones fundamentales del hombre para con Dios y su prójimo. Son obligaciones extremadamente serias; inalterables, que obligan siempre y en todas partes. Nadie puede renunciar a ellos sin peligro, ni vivir sin ellos. El transgredir un Mandamiento es quebrantar toda la Ley. La obediencia a ellos implica que caminamos en la Luz. La desobediencia a ellos nos separa de la Luz y de la Vida.
Lo que es muy importante comprender es que estas Diez Palabras de Dios  como se llama al Decálogo o los Diez Mandamientos, como se hace referencia a ellos en estos tiempos, están ya grabados por Dios en el corazón humano. Lo diré otra vez ya que es muy importante que comprendamos este punto. Estos mandamientos están ya grabados por Dios en el corazón humano. Se nos dice que Dios nos recuerda a nosotros, a tí y a mí, estos Mandamientos de Amor de vez en cuando. Por increíble que parezca, estas Dos Tablas han sido talladas en los corazones de los hombres por el Dedo de Dios desde siempre.
Qué importantes han de ser para Dios para haber hecho esto de esta forma. Revelándolo en el momento oportuno a Moisés; a aquellos que fueron instruidos por Moisés para Consagrarse a sí mismos y a sus familias a Dios, creando así una Alianza con Él como Sus hijos elegidos para esos tiempos. Y después, esperar todos esos años hasta el nacimiento de Cristo para establecer una Nueva Alianza con los hijos elegidos de Dios para estos tiempos, por medio de Nuestro Señor Jesucristo y Su Iglesia, donde Jesús revela una vez más la importancia de estos Diez Mandamientos de Amor para todos los que escucharan y oyeran. Es a través de Jesús que somos invitados a redescubrir los Diez Mandamientos en la persona de Jesús, quien es el perfecto cumplimiento.
Es extremadamente preocupante ver en estos tiempos cómo algo tan importante para nuestra vida y futuro puede ser tratado con tanto desdén por muchos de nosotros. ¿Cuántos de nosotros en realidad conocemos los Diez Mandamientos y los vivimos?
Para poder tener Vida Eterna, debemos primero amar a Dios como la fuente de todo lo que es bueno y guardar Sus mandamientos. ¿Es sencillo no? Pero ese es el problema. Hoy nada es sencillo. Hemos complicado todo y a lo largo del camino hemos corrompido la verdad. La misma verdad que permite que las cosas sencillas sean fácilmente comprendidas.
En nuestra búsqueda por ser la verdadera Imagen y Semejanza de Dios, debemos ejercitar algunos de los dones del Espíritu Santo que están a la disposición de todo hijo de Dios: Sabiduría, Conocimiento y Entendimiento, aprendiendo los Diez Mandamientos, no sólo como una imagen mental sino como una práctica viva. Debemos conocer la forma y la importancia de cómo fueron dados y después ir entendiéndolo en lo que respecta al significado mayor, que espera bajo cada Mandamiento.
Los Diez Mandamientos son un solo mandamiento de Amor, es la plenitud de la Ley, es la Semejanza con Dios.
Los Diez Mandamientos señalan las condiciones de una vida libre de la esclavitud del pecado. El Decálogo es una senda de vida. Es una senda hacia el corazón de nuestro Padre como Sus hijos; Su hijo, Su hija.
Lo que Dios manda lo hace posible por Su Gracia. Lo único que necesitamos es tener el deseo y a partir de allí, Su Gracia abrirá cada día más, la puerta de Su Reino para tí, Su hijo, hecho a Su Imagen y Semejanza…Su hijo.
Gloria a Dios y paz a Su pueblo en la Tierra.

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