Preparación Antes de la
Meditación
Oh
Señor mío Jesucristo, postrada ante tu divina presencia, suplico a tu
amorosísimo corazón que quieras admitirme a la dolorosa meditación de las
veinticuatro horas en las que por nuestro amor quisiste padecer, tanto en tu
cuerpo adorable como en tu alma santísima, hasta la muerte de cruz. Ah, dame tu ayuda, gracia, amor, profunda
compasión y entendimiento de tus padecimientos mientras medito ahora la
hora… Y por las que no puedo meditar te ofrezco la voluntad que tengo de
meditarlas, y quiero en mi intención meditarlas durante todas las horas en que
estoy obligada a dedicarme a mis deberes, o a dormir. Acepta, oh misericordioso Señor, mi amorosa
intención y haz que sea de provecho para mí y para muchos, como si en efecto
hiciera santamente todo lo que deseo practicar.
SEGUNDA HORA
De las 6 a
las 7 de la tarde
Jesús se separa de su Madre Santísima y se
encamina al Cenáculo
Gracias te doy, oh Jesús, por llamarme a la unión
contigo por medio de la oración, y tomando tus pensamientos, tu lengua, tu
corazón y fundiéndome toda en tu Voluntad y en tu amor, extiendo mis brazos
para abrazarte y apoyando mi cabeza sobre tu corazón empiezo:
Mi adorable Jesús, mientras junto contigo he
tomado parte en tus dolores y en los de la afligida Mamá, veo que te decides a
partir para ir a donde el Querer del Padre te llama. Es tanto el amor entre Hijo y Madre que os
vuelve inseparables, por lo que Tú te quedas en el corazón de la Mamá , y la Reina y dulce Mamá se deja
en el tuyo, de otra manera os habría sido imposible el separaros. Pero después, bendiciéndoos mutuamente, Tú le
das el último beso para darle fuerzas en los acerbos dolores que está por
sufrir, le das el último adiós y partes.
Pero la palidez de tu rostro, tus labios
temblorosos, tu voz sofocada como si quisiera romper en llanto al decirle
adiós, ¡ah! todo me dice cuánto la amas y cuánto sufres al dejarla, pero para
cumplir la Voluntad
del Padre, con vuestros corazones fundidos el uno en el otro, a todo os
sometéis, queriendo reparar por aquellos que, por no vencer las ternuras de los
parientes y amigos, los vínculos y los apegos, no se preocupan por cumplir el
Querer Santo de Dios y corresponder al estado de santidad al que Dios los
llama. ¡Qué dolor no te dan estas almas
al rechazar de sus corazones el amor que quieres darles, para contentarse con
el amor de las criaturas!
Amable amor mío, mientras contigo reparo,
permíteme que permanezca con tu Mamá para consolarla y sostenerla mientras Tú
te alejas, después apresuraré mis pasos para alcanzarte. Pero con sumo dolor veo que mi angustiada
Mamá tiembla, y es tanto el dolor, que mientras trata de decir adiós al Hijo,
la voz se le apaga en los labios y no puede articular palabra, casi desfallece
y en su desfallecimiento de amor dice:
“¡Hijo mío, Hijo mío, te bendigo!
¡Qué amarga separación, más cruel que cualquier muerte!” Pero el dolor le impide aún el hablar y la
deja muda.
Desconsolada Reina, déjame que te sostenga, te
enjugue las lágrimas y te compadezca en tu amargo dolor. Mamá mía, yo no te dejaré sola, y Tú tenme
contigo, enséñame en este momento tan doloroso para Ti y para Jesús lo que debo
hacer, cómo debo defenderlo, cómo debo repararlo y consolarlo, y si debo dar mi
vida para defender la suya.
No, no me separaré de debajo de tu manto, a
una señal tuya volaré a Jesús y le llevaré tu amor, tus afectos, tus besos
junto a los míos y los pondré en cada llaga, en cada gota de su sangre, en cada
pena e insulto, a fin de que sintiendo Él en cada pena los besos y el amor de la Mamá , sus penas queden endulzadas. Después regresaré bajo tu manto trayéndote
sus besos para endulzar tu corazón traspasado.
Mamá mía, el corazón me late fuertemente, quiero ir a Jesús, y mientras
beso tus manos maternas bendíceme como has bendecido a Jesús y permíteme que
vaya a Él.
Mi dulce Jesús, el amor me descubre tus pasos
y te alcanzo mientras recorres las calles de Jerusalén junto con tus amados
discípulos; te miro y te veo aún pálido, oigo tu voz, dulce, sí, pero triste,
tanto que rompe el corazón de tus discípulos, que por oírte así están turbados.
“Es la última vez”, dices, “que recorro estas
calles por Mí mismo, mañana las recorreré atado, arrastrado entre mil
insultos.”
Y señalando los lugares donde serás más deshonrado
y maltratado, sigues diciendo:
“Mi vida está por llegar a su ocaso acá abajo,
como está por llegar a su ocaso el sol, y mañana a esta hora no estaré más,
pero como sol resurgiré al tercer día.”
Por tus palabras, los apóstoles quedan tristes
y taciturnos y no saben qué responder.
Pero Tú agregas:
“Ánimo, no os abatáis, Yo no os dejo, siempre
estaré con vosotros, pero es necesario que Yo muera por el bien de todos
ustedes.”
Al decir esto estás conmovido, pero con voz
trémula continúas instruyéndolos. Antes
de que entres en el cenáculo miras el sol que ya se pone, así como está por
llegar al ocaso tu Vida; ofreces tus pasos por aquellos que se encuentran en el
ocaso de la vida y les das la gracia de que la hagan terminar en Ti, reparando
por aquellos que no obstante los sinsabores y los desengaños de la vida se
obstinan en no rendirse a Ti. Después
miras de nuevo a Jerusalén, el centro de tus prodigios y de las predilecciones
de tu corazón, y que en pago te está preparando la cruz y afilando los clavos para
cometer el deicidio, y Tú te estremeces, se te rompe el corazón y lloras por su
destrucción.
Con esto reparas por tantas almas consagradas
a Ti, que con tanto cuidado tratabas de formar como portentos de tu amor, y
ellas, ingratas, sin corresponderte, te hacen sufrir más amarguras. Quiero reparar junto contigo para endulzar el
dolor de tu corazón.
Pero veo que quedas horrorizado ante la vista
de Jerusalén, y retirando de ella tu mirada, entras en el cenáculo. Amor mío, estréchame a tu corazón, a fin de
que haga mías tus amarguras para ofrecerlas junto contigo, y Tú, mira piadoso
mi alma, y derramando en ella tu amor, bendíceme.
+ + +
Ofrecimiento Después de
Cada Hora
Amable Jesús mío, Tú me
has llamado en esta hora de tu Pasión para hacerte compañía, y yo he
venido. Me parecía oírte angustiado y
doliente que oras, reparas y sufres, y con las palabras más conmovedoras y
elocuentes suplicas la salvación de las almas.
He tratado de seguirte en todo; ahora, debiéndote dejar por mis
acostumbradas ocupaciones, siento el deber de decirte “gracias” y un “te
bendigo”. Sí, oh Jesús, gracias te
repito mil y mil veces y te bendigo por todo lo que has hecho y padecido por mí
y por todos; gracias y te bendigo por cada gota de sangre que has derramado, por
cada respiro, por cada latido, por cada paso, palabra, mirada, amargura, ofensa
que has soportado. En todo, oh mi Jesús,
quiero ponerte un “gracias” y un “te bendigo.”
Ah mi Jesús, haz que todo mi ser te envíe un flujo continuo de
agradecimientos y bendiciones, de manera que atraiga sobre mí y sobre todos el
flujo de tus gracias y bendiciones. Ah
Jesús, estréchame a tu corazón y con tus santísimas manos márcame todas las
partículas de mi ser con tu “te bendigo”, para hacer que no pueda salir de mí
otra cosa que un himno continuo de agradecimiento hacia Ti. Nuestros latidos se tocarán continuamente, de
manera que me darás vida, amor, y una estrecha e inseparable unión contigo. Ah, te ruego mi dulce Jesús, que si ves que
alguna vez estoy por dejarte, tu latido se acelere más fuerte en el mío, tus
manos me estrechen más fuerte a tu corazón, tus ojos me miren y me lancen saetas
de fuego, a fin de que sintiéndote, rápidamente me deje atraer a la unión
contigo.
Ah mi Jesús, mantente en
guardia para que no me aleje de Ti, y te suplico que estés siempre junto a mí y
que me des tus santísimas manos para hacer junto conmigo lo que me conviene
hacer. Mi Jesús, ah, dame el beso del
Divino Amor, abrázame y bendíceme; yo te beso en tu dulcísimo corazón y me quedo
en Ti.
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