Me gusta la claridad y sencillez con que Benedicto XVI nos enseña,
explicándonos las verdades de nuestra fe. En la audiencia de hoy nos invita a
reflexionar sobre el Credo, en especial en el primer artículo, «Creo en
Dios»…
«Creo en Dios»
En este Año de la fe, hoy me gustaría empezar a reflexionar juntos sobre el
Credo, la solemne profesión de fe que acompaña nuestras vidas como creyentes. El
Credo comienza así: “Creo en Dios”. Es una afirmación fundamental, aparentemente
simple en su esencialidad, que sin embargo abre al mundo infinito de la relación
con el Señor y con su misterio. Creer en Dios implica adhesión a Dios, acogida
de su Palabra y obediencia gozosa a su revelación.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: “La fe es un acto personal:
la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela” (n. 166).
Poder decir que se cree en Dios es, por lo tanto, un don y un compromiso al
mismo tiempo, es gracia divina y responsabilidad humana, en una experiencia de
diálogo con Dios, que, por amor, “habla a los hombres como amigos” (Dei
Verbum, 2), nos habla para que, en la fe y con la fe, podamos entrar en
comunión con Él.
¿Dónde podemos escuchar a Dios que nos habla? Para ello es fundamental la
Sagrada Escritura, en la que, la Palabra de Dios se hace audible para nosotros y
nutre nuestra vida de “amigos” de Dios. Toda la Biblia narra la revelación de
Dios a la humanidad, toda la Biblia habla de la fe y nos enseña la fe, narrando
una historia en la que Dios lleva a cabo su plan de redención y se acerca a los
hombres, a través de tantas figuras luminosas de personas que creen en Él y
confían en Él, hasta la plenitud de la revelación en el Señor Jesús.
En este sentido, es muy lindo el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos –que
acabamos de escuchar– que habla de la fe y hace relucir las grandes figuras
bíblicas que han vivido la fe, llegando a ser modelo para todos los creyentes:
“Ahora bien, la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza
de las realidades que no se ven” (11, 1) –dice el primer versículo. Los ojos de
la fe son, por lo tanto, capaces de ver lo invisible y el corazón del creyente
puede esperar más allá de toda esperanza, al igual que Abraham, del que Pablo
dice en la Carta a los Romanos que “creyó, esperando contra toda esperanza” (4,
18).
Y precisamente sobre Abraham, me gustaría que detengamos nuestra atención,
porque él es la primera gran figura de referencia para hablar acerca de la fe en
Dios: el gran patriarca Abraham, modelo ejemplar, padre de todos los creyentes
(cfr. Rom 4, 11-12). La Carta a los Hebreos lo presenta así: “Por la fe,
Abraham, obedeciendo al llamado de Dios, partió hacia el lugar que iba a recibir
en herencia, sin saber a dónde iba. Por la fe, vivió como extranjero en la
Tierra prometida, habitando en carpas, lo mismo que Isaac y Jacob, herederos con
él de la misma promesa. Porque Abraham esperaba aquella ciudad de sólidos
cimientos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (11, 8-10).
El autor de la Carta a los Hebreos se refiere aquí a la llamada de Abraham,
narrada en el libro del Génesis. ¿Qué le pide Dios a este gran patriarca? Le
pide que abandone su tierra para ir al país que le mostrará, “El Señor dijo a
Abram: «Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te
mostraré” (Génesis 12, 1). ¿Cómo habríamos respondido nosotros a una invitación
semejante? Se trata, en efecto, de un partir en la oscuridad, sin saber dónde lo
conducirá Dios, es un camino que requiere una obediencia y una confianza
radicales, a la que sólo la fe permite acceder. Pero la oscuridad de lo
desconocido está iluminada por la luz de una promesa; Dios añade a su mando una
palabra tranquilizadora, que le abre a Abraham un futuro de vida en toda su
plenitud: “Yo haré de ti una gran nación y te bendeciré; engrandeceré tu nombre…
y por ti se bendecirán todos los pueblos de la tierra” (Gen 12, 2.3).
La bendición, en la Sagrada Escritura, se enlaza principalmente con el don de
la vida que viene de Dios y se manifiesta ante todo en la fertilidad, en una
vida que se multiplica, pasando de generación en generación. Asimismo, la
bendición está relacionada también con la experiencia de poseer una tierra, un
lugar estable para vivir y crecer en libertad y seguridad, temiendo a Dios y
construyendo una sociedad de hombres fieles a la Alianza, “un reino de
sacerdotes y una nación santa” (cfr. Ex 19, 6).
Por lo tanto, Abraham, en el diseño de Dios, está destinado a llegar a ser el
“padre de una multitud de naciones” (Gen 17, 5; cfr. Rom 4, 17-18) y a entrar en
una nueva tierra donde vivir. Y, sin embargo, Sara, su esposa, es estéril, no
puede tener hijos, el país al que Dios lo conduce está lejos de su tierra natal,
ya está habitado por otros pueblos y nunca le pertenecerá verdaderamente. El
narrador bíblico hace hincapié en esto, aunque muy discretamente: cuando Abraham
llegó al lugar de la promesa de Dios: “los cananeos ocupaban el país” (Gen 12,
6). La tierra que Dios le dona a Abraham no le pertenece, él es un extranjero y
lo seguirá siendo para siempre, con todo lo que ello conlleva: no tener
intenciones de posesión, sentir siempre la propia pobreza, verlo todo como un
don. Ésta es también la condición espiritual de quien acepta seguir al Señor, de
quien decide partir aceptando su llamada, bajo el signo de su bendición
invisible pero poderosa. Y Abraham, el “padre de los creyentes”, acepta esta
llamada, en la fe. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: “Esperando
contra toda esperanza, Abraham creyó y llegó a ser padre de muchas naciones,
como se le había anunciado: Así será tu descendencia. Su fe no flaqueó, al
considerar que su cuerpo estaba como muerto –tenía casi cien años– y que también
lo estaba el seno de Sara. El no dudó de la promesa de Dios, por falta de fe,
sino al contrario, fortalecido por esa fe, glorificó a Dios, plenamente
convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo que promete” (Rm 4,
18-21).
La fe conduce a Abraham a seguir un camino paradójico. Él será bendecido,
pero sin los signos visibles de la bendición: recibe la promesa de formar un
gran pueblo, pero con una vida marcada por la esterilidad de Sara, su esposa; es
llevado a una nueva patria, pero tendrá que vivir como un extranjero; y la única
posesión de la tierra que se le permitirá será el de una parcela de terreno para
enterrar a Sara (cf. Gn 23, 1 a 20). Abraham fue bendecido porque, en la fe,
supo discernir la bendición divina yendo más allá de las apariencias, confiando
en la presencia de Dios, incluso cuando sus caminos se le muestran
misteriosos.
¿Qué significa esto para nosotros? Cuando decimos: “Yo creo en Dios”,
decimos, como Abraham: “Confío en ti, me confío a ti, Señor”, pero no como a
Alguien a quien se acude sólo en los momentos de dificultad o al que dedicar
algún momento del día o de la semana. Decir “Yo creo en Dios” significa fundar
en Él mi vida, dejar que su Palabra la oriente cada día, en las opciones
concretas sin temor de perder algo de mí mismo. Cuando, en el rito del Bautismo,
se pide tres veces: ¿Creéis? en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo, en la
Santa Iglesia Católica y las demás verdades de la fe, la triple respuesta es en
singular: “Yo creo”, porque es mi existencia personal la que va a recibir un
viraje con el don de la fe, es mi vida la que debe cambiar, convertirse. Cada
vez que participamos en un Bautismo, debemos preguntarnos cómo vivimos cada día
el gran don de la fe.
Abraham, el creyente, nos enseña la fe; y, como un extranjero en la tierra,
nos muestra la verdadera patria. La fe nos hace peregrinos en la tierra, dentro
del mundo y de la historia, pero en camino hacia la patria celestial.
Creer en Dios nos hace, pues, portadores de valores que a menudo no coinciden
con la moda y la opinión del momento, nos pide adoptar criterios y asumir
conductas que no pertenecen a la manera común de pensar. El cristiano no debe
tener miedo de ir “contra corriente” para vivir su propia fe, resistiendo a la
tentación de “adecuarse”. En muchas de nuestras sociedades, Dios se ha
convertido en el “gran ausente” y en su lugar hay muchos ídolos, en primer lugar
el “yo” autónomo. Y también los significativos y positivos progresos de la
ciencia y de la tecnología han llevado al hombre a una ilusión de omnipotencia y
de autosuficiencia, y un creciente egoísmo ha creado muchos desequilibrios en
las relaciones y el comportamiento social.
Y, sin embargo, la sed de Dios (cf. Sal 63, 2) no se extinguió y el mensaje
del Evangelio sigue resonando a través de las palabras y los hechos de muchos
hombres y mujeres de fe. Abraham, el padre de los creyentes, sigue siendo el
padre de muchos hijos que están dispuestos a seguir sus pasos y se ponen en
camino, en obediencia a la llamada divina, confiando en la presencia benevolente
del Señor y acogiendo su bendición para ser una bendición para todos. Es el
mundo bendecido por la fe al que todos estamos llamados, para caminar sin miedo
siguiendo al Señor Jesucristo. Y a veces es un difícil viaje, que conoce,
incluso, la prueba de la muerte, pero que está abierto a la vida, en una
transformación radical de la realidad que sólo los ojos de la fe pueden ver y
disfrutar en abundancia.
Afirmar “yo creo en Dios” nos conduce, pues, a escapar, a salir de nosotros
mismos continuamente, al igual que Abraham, para llevar, en la realidad
cotidiana en que vivimos, la certeza que viene de la fe: la certeza, es decir,
la presencia de Dios en la historia, también hoy; una presencia que da vida y
salvación, y nos abre a un futuro con Él para una plenitud de vida que nunca
conocerá la puesta del sol.
Benedicto XVI
Audiencia General del miércoles 23
de enero de 2013
Sala Pablo VI
Traducción de Cecilia de Malak y Eduardo
Rubió
Fuente: Revista
Ecclesia